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Día Internacional de la Educación: Educación para la dignidad

La educación enfocada al objetivo de la dignidad como disfrute de los derechos humanos. Por Fr. Fernando Vela, OP

Estudiantes de El Seibo, República Dominicana. Misioneros Dominicos Selvas Amazónicas

Hace ya tiempo que la educación, entendida como transmisión de saberes, valores y habilidades, ha pretendido ser enriquecida y concretada desde perspectivas que tienen en cuenta experiencias comunes y necesidades sociales e individuales contemporáneas. Así hablamos con frecuencia de la educación vial, la educación ecológica, la educación afectiva y sexual, la educación tecnológica, o la muy polémica educación para la ciudadanía... Son las “educaciones para” que pretenden entroncar lo genérico de la educación con las situaciones reales que vivimos las personas.

Bienvenida sea esa voluntad de concreción, aunque aquí hablaremos de un “para” que, aunque sea más básico, constituye un auténtico desafío para nuestra época: la educación para la dignidad. No es un aspecto educativo tangencial, ni meramente complementario. En realidad, como ha escrito recientemente Adela Cortina, “las creencias morales y políticas básicas de nuestras sociedades descansan en la convicción de que es el ser humano el que tiene dignidad y no precio, valor absoluto y no relativo, valor en sí y no solo valor instrumental. Descansan en la convicción de que la dignidad humana es el núcleo de la ética y la política, y que de ella depende la legitimidad de muy buena parte de las instituciones, asociaciones y costumbres de nuestro mundo moderno”. Ineludiblemente, también de la educación.

LOS VALORES EN LA EDUCACIÓN

Para ello es necesario incidir, y nunca lo haremos bastante, en que la educación además de transmitir saberes y habilidades debe ocuparse de los valores. En realidad, nunca están del todo ausentes de la educación. Todo en ella está impregnado de valores: los contenidos y su selección, e incluso en lo aparentemente más neutro. Basta caer en la cuenta de las consecuencias humanizadoras de la metodología. Hay métodos que nos hacen más individualistas o más solidarios, más competitivos o más compasivos, más objetivos o más sensibles a la dimensión humana de cualquier problema científico o literario que abordemos.

Entre los educadores han hecho fortuna los cuatro pilares que describió J. Delors como ejes de la misión de la escuela: aprender a conocer, aprender a aprender, aprender a convivir, y aprender a ser. Son vertientes complementarias que confluyen en la finalidad educativa: asentarnos en los valores implicados en la convivencia y el trato con los otros seres, que es la condición natural de cualquier sujeto humano,
y proponerse el logro del desarrollo integral de la persona, su capacidad crítica y creativa.

TRES DIMENSIONES BÁSICAS DE LA EDUCACIÓN

AUTONOMÍA la capacidad de pensar por sí mismo y de actuar liberado de los determinismos de nuestra condición individual y de la presión social. Educar no es adaptar a los sujetos para vivir conforme a los esquemas heredados o a la cultura ambiental. Eso, más que educación,
es propaganda. Pablo Freire invitó a superar una concepción “bancaria” de la educación, la
de recibir depósitos de saberes, guardarlos y archivarlos. Más bien, “deberíamos enseñar a nuestros estudiantes cómo pensar; por el contrario, estamos principalmente enseñándoles qué pensar” (Jack Lockhead y John Clement).

SOLIDARIDAD porque la educación en valores es clave para sensibilizarnos, detectar y afrontar las desigualdades sociales, la marginación y la exclusión. Educar no es mentalizar a las nuevas generaciones de modo que den por inevitables las brechas sociales, de origen o de género, sino para descubrir el valor irremplazable de cada persona, su dignidad, y comprometerse con su desarrollo. Una educación que quiera ser digna ha de ser una educación liberadora.

CREATIVIDAD porque la educación en valores nos descubre que es posible pensar, hacer
y organizarnos de otra manera. La educación no debe servir para mantener los privilegios
de unas personas y sociedades sobre otras, sino que constituye el principal instrumento de transformación social. La educación de las personas garantiza el éxito y la permanencia de las transformaciones sociales e institucionales. La demopedia, educación del pueblo, es condición ineludible para la generación y regeneración de la democracia.

Rafael Alonso y Fernando Vela, Misioneros Dominicos Selvas AmazónicasTodo ello porque con la educación en valores tiene que ver el cultivo del pensamiento crítico, que tanto incide en nuestro desarrollo como personas y ciudadanos íntegros y responsables. Esto es particularmente importante hoy, por dos razones: la primera, porque las pantallasy los medios se han convertido en instancias socializadoras de pensamiento y opinión, pero con el riesgo de despersonalizarnos. No cualquier información forma e informa, necesita la reflexión. Y no cualquier reflexión es interesante si no nos lleva a la acción. La segunda, porque a pesar de 
las espléndidas declaraciones formales sobre la dignidad y los derechos humanos, la realidad deja mucho que desear en bastantes lugares, donde una y otros son violados y tergiversados con mucha frecuencia.

Incluso la incertidumbre, algo tan típico de nuestra época, puede ser una experiencia educativa. De ella no nos liberamos por la reiteración de eslóganes, sino por el debate, la argumentación, es decir por el ejercicio de la comunicación. Al fin y al cabo, los valores no llegan a serlo si no son compartidos y contrastados.

LA DIGNIDAD HUMANA COMO VALOR DE VALORES

Las circunstancias humanas de nuestro tiempo llevan a pensar si la educación está bien ideada y programada cuando, más allá de su rentabilidad pragmática, es un vehículo de respeto y compromiso con la dignidad de las personas.

Pero antes debemos aclararnos bien sobre qué es eso que llamamos dignidad humana. De una forma o de otra, la dignidad de la persona ha estado presente en todas las reflexiones sobre el sujeto humano. Así es posible distinguir la visión grecorromana de la dignidad entendida como desarrollo de unas cualidades específicamente humanas que nos emparentan con lo divino, particularmente la racionalidad. Inolvidables Platón, Aristóteles y Cicerón. Más tarde, los humanistas, de manera destacada Pico della Mirandola, propugnan la comprensión del hombre como un ser radicalmente indeterminado que va forjando su destino gracias a su inteligencia y su libertad. La dignidad consiste en asemejarse a Dios mediante el logro de la libertad moral. Más recientemente, Kant enfatizó esta vinculación entre dignidad y moralidad.

En estas formas tradicionales de comprender la dignidad hay una visión ideal del hombre y un planteamiento moral: la dignidad se tiene por naturaleza y se alcanza mediante la perfección moral. Nosotros, aún reconociendo las aportaciones de esas interpretaciones tradicionales, tenemos hoy una forma diferente de enfocarlo: la vinculación de la dignidad con el disfrute de los derechos humanos. Los terribles acontecimientos de la II Guerra Mundial nos han hecho menos idealistas y retóricos, más realistas y comprometidos: la dignidad es un valor de todos los seres humanos que toma cuerpo en nuestros derechos fundamentales. Dicho de otra manera: la dignidad es una cualidad/calidad de los seres humanos, un valor inherente a cada persona por el hecho de serlo, que postula el desarrollo de sus derechos más básicos. La dignidad no depende, pues, de ningún tipo de comportamiento moral, no la conquistamos por las buenas obras, ni la perdemos por nuestros comportamientos. Más bien al contrario: la dignidad humana exige actitudes, obras y comportamientos que la reconozcan, la amparen y la promuevan a nivel personal y social.

Personas caminando unidas de la mano ShutterstokJosé Antonio Marina ha mostrado muy bien este giro contemporáneo de comprensión de la dignidad, en un cierto paralelismo con otro valor, el honor, con el que a veces se la confunde: “Lo esencial del concepto honor ha sido heredado por el concepto dignidad, que también pasó de ser una circunstancia externa a ser una propiedad personal. En una brillante aventura ética, la dignidad se democratizó y se convirtió en patrimonio de todo ser humano. Fue una decisión sorprendente, porque desligaba la dignidad de la situación y del comportamiento”.

El ser humano tiene un lugar superior a los otros seres del cosmos y a ese valor le llamamos dignidad humana. Somos seres con dignidad por pertenecer a la especie  humana. Como ha hecho notar Adela Cortina, las cosas y los demás animales tienen valor, pero solo los hombres y mujeres tenemos dignidad. Es un valor que no nos lo otorga graciosamente el Estado ni ninguna otra instancia, como podría ser una iglesia, un partido político o una institución académica. La dignidad es algo que tenemos por el hecho de ser humanos. Y en ella radican todos los derechos humanos. Dignidad y derechos que no se pierden nunca. El ser humano más abyecto o desfigurado conserva su dignidad.

Esto tiene importantes consecuencias en nuestra autocomprensión como personas y en la valoración de nuestras relaciones de toda índole con los demás: la persona es un fin en sí mismo, y de ella no podemos hacer nunca un uso utilitario. Cuando decimos dignidad nos referimos a algo valioso, que es estimado por sí mismo, y no como medio para lograr otra cosa. Y, desde luego, la dignidad implica no tratar a los demás como si fuesen una cosa.

En estas afirmaciones podemos encontrar consecuencias existenciales, personales y sociales, si no queremos quedar encerrados en una retórica idealista y abstracta. Ser conscientes de la dignidad propia y ajena implica respetar, no usar ni manipular a los otros, ser benévolos en nuestras relaciones, promover la justicia, la libertad y la paz, buscando el beneficio de todos sin distinción. La dignidad es, más que un valor, una fuente de valores. Así lo han reconocido las instituciones públicas a partir de mediados del siglo XX. Es el contenido de amplios consensos como los expresados en la Conferencia de San Francisco de 1945, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, en el Pacto internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966, o más recientemente en la Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos de 2005. Es también un recurso común de las Constituciones de los estados modernos.

Hay que recordar también la Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual (1965), del Concilio Vaticano II: en ella no solo se entiende la dignidad de la persona humana desde la inteligencia, la verdad y la sabiduría, por su conciencia moral y su libertad, sino en último extremo por su incorporación a Cristo, el Hombre nuevo, cuyo misterio esclarece el propio misterio del hombre.

En todas estas declaraciones internacionales se reconoce la dignidad propia e intransferible de los seres humanos que fundamenta sus derechos inalienables. Es bueno releer el artículo primero de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948): “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. Y es notable también el subrayado de universalidad contenido en su segundo artículo: “Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”.

EN LA ESCUELA, Y MÁS ALLÁ Y MÁS ACÁ DE LA ESCUELA

Todas las sociedades han conocido una transmisión más o menos organizada de la experiencia de la vida, del saber, de las habilidades... de unas generaciones a otras, generalmente a las más jóvenes. Con la Ilustración, los Estados tomaron conciencia de la necesidad de una organización sistemática de la educación, de su deber de garantizar la escuela a todos los ciudadanos. Y han tenido la intención de vincular la escuela con la vida, haciendo del período escolar un adentramiento en la cultura de la sociedad y un adiestramiento en las habilidades más demandadas por esa sociedad. Es verdad, como dice M. Debesse, que “la educación no crea al hombre, le ayuda a crearse a sí mismo”; o que, como escribió E. Mounier, y nos gusta reiterar a los personalistas, “educar no es fabricar un hombre sino suscitar una persona”.

Pues bien, con el deseo de extender las consecuencias de la dignidad y los derechos humanos a los niños, se formuló en 1989 la Convención de Naciones Unidas sobre los derechos de la infancia. Ahí se describe la educación como un derecho universal, más allá de las condiciones concretas de cada uno, y se le atribuye “preparar al niño para asumir una vida responsable en una sociedad libre, con espíritu de comprensión, paz, tolerancia, igualdad de los sexos y amistad entre todos los pueblos, grupos étnicos, nacionales y religiosos y personas de origen indígena” (Artículo 29.1, d).

Estudiantado Perú Misionero Dominicos Selvas AmazónicasEn su articulado, esta Convención deja ver la confianza en la escuela como un espacio donde desarrollar la personalidad del niño y sus capacidades de toda índole, entre las que se encuentra el respeto a la dignidad propia y ajena y a los derechos fundamentales. La escuela, complemento de la familia, lleva al niño a “entrar en puertos nunca vistos”, como ha descrito la aventura educativa Ricardo Alonso Maturana glosando a Kavafis. Y es que, efectivamente, como ha señalado Inés Dussel, “la escuela construye un espacio-tiempo distinto al del hogar, donde aparecen referentes, lenguajes y saberes que permiten ampliar la condición social de origen”.

Han pasado años de la impugnación teórica de la escuela como espacio socializador de actitudes y saberes que se pondrían al alcance de todos. Pero no han pasado en vano. Las críticas y las propuestas desescolarizadoras de Everett Reimer, Paul Goodman o Iván Illich pueden parecernos hoy desafortunadas, incluso injustas. Pero nos han hecho más sensibles a las condiciones reales que deben hacer posible esa función ideal. Las condiciones reales tienen un nombre: la igualdad de oportunidades. Igualdad de oportunidades entre individuos, compensando sus diferencias de origen económico y social, igualdad de oportunidades entre sexos rompiendo así innumerables brechas, igualdad de oportunidades entre pueblos. La educación debiera promover la dignidad de todas las personas y sociedades.

Bien es verdad que esta función no es exclusiva de la escuela. La escuela es un cauce educativo, pero no el único. La educación extraescolar ha sido siempre mucho más real y vital. Y es que la vida, la convivencia, el cuidado mutuo, son una conjunción de experiencias que nos educan y por las que somos educados. Este es el valor irremplazable de la educación informal en la que todos somos protagonistas, transmisores y receptores de valores.

En esta perspectiva es bien cierto lo que afirma Manuela Lara: “La educación del futuro no puede conseguirse centrándonos exclusivamente en la escuela, sino que la reconceptualización implicada supone conseguir una visión que nos implique a todos... La educación ha pasado de un espacio cerrado, confiable, definido y con fronteras nítidas, a un ámbito público donde es tema de conversación de interés político, social, económico, tecnológico y mediático”.

La educación no logrará su objetivo sin la suficiente flexibilidad para conectar el aprendizaje formal, irrenunciable dada la complejidad de la sociedad contemporánea como sociedad del conocimiento, con el aprendizaje informal, insustituible para incorporar las más diversas experiencias vitales.

Digamos, para terminar, con Álvaro Marchesi que “el reconocimiento de la dignidad de la persona exige favorecer no solo el conocimiento de los alumnos, sino también su desarrollo social y emocional. Para lograrlo es necesario facilitar su autoestima, sus habilidades sociales, la confianza en ellos mismos y los comportamientos positivos y solidarios con los demás”.